París

No dejan de asombrarme las reacciones de mis interlocutores cuando declaro que llevo 20 años viviendo en París. Todo pasa como si pronunciara una palabra mágica: pierden el criterio y se ponen a soñar con la Ciudad de las Luces.

Por un lado los entiendo. Yo me enamoré de esta ciudad y no sé si sería capaz de vivir en otro lugar. Pero por otro, me fastidian los tópicos de siempre y pensé que ya era hora de presentar esta ciudad tal como es para quien la frecuenta a diario.

Es evidente que la Torre Eiffel, el Molino Rojo y muchas cosas más contribuyen a darle una imagen de película. Pero París es mucho más que su colección (por cierto impresionante) de monumentos de todas clases.

París es también la hija turbulenta de la revolución francesa y aquí sopla como un aire de libertad impertinente que no se encuentra en otros sitios.

Por cierto, algunos nos llamarán chauvinistas pero eso es porqué nos ven superficialmente. Un pueblo cuya mascota es el gallo, único animal capaz de cantar con los dos pies en la mierda, no se resume con una palabra. Y pasa lo mismo con la capital de estos irreductibles galos: París no se resume en sus edificios prestigiosos.

Es este soplo el que quiero compartir con vosotros, desde mi bohemia de Montmartre.